A l otro lado del arroyo, justo delante de nosotros, un rinoceronte corría con un rápido trote por la parte superior del ribazo. Mientras lo observábamos aceleró y con su veloz trote se desvió para descender por el talud. Estaba rojo por el barro, el cuerno se distinguía claramente y sus movimientos rápidos y decididos no eran en absoluto pesados. Me entusiasmó mucho verlo.
—Va a cruzar el arroyo –dijo Pop–. Está a tiro.
M’Cola me puso el Springfield en la mano y lo abrí para asegurarme de que tenía balas. Ya no veía el rinoceronte, pero distinguía el temblor de la hierba alta.
—¿A cuánto crees que está?
—A unos cien metros.
—Me cargaré a ese hijo de puta.
Ernest Hemingway. Fragmento de Verdes colinas de Africa (Lumen).
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