miércoles, 25 de julio de 2012

Eva Perón fue una llamarada


No se me ocurre otra imagen más apropiada para definir el fulgurante y vertiginoso paso por la vida de una mujer a quien siete años le bastaron para convertirse en leyenda, en uno de los mitos perdurables del siglo XX.
Aunque su historia es bien conocida, interesa revisar algunos hitos fundamentales. Nacida en Los Toldos en 1919, hasta 1944 fue Eva Duarte, una actriz de cierto éxito en la radio, el cine y el teatro. Pero el terremoto que en enero de ese año destruyó la ciudad de San Juan sacudió su conciencia social y la impulsó a consagrarse con alma y vida a ayudar a los damnificados. No podía sospechar que esa generosa entrega a las víctimas de la catástrofe haría nacer en ella a otra persona que la historia conocería como Eva Perón y los pobres del mundo como Evita.
Como si anticipara ese destino, ella escribió una vez: “Confieso que tengo una ambición, una sola y gran ambición personal: quisiera que el nombre de Evita figurase alguna vez en la historia de mi patria. Y me sentiría debidamente, sobradamente compensada si la nota terminase de esta manera: de aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita.”
No sólo figura en la historia de su patria, sino que su figura alcanzó proyección internacional. Y sesenta años después de su partida, el pueblo sigue llamándola, cariñosamente, Evita.
Pasaron 60 años de la muerte de María Eva Duarte de Perón, la mujer que suscitó fuertes pasiones, desató torrentes de afectos y que, a la vez, despertó odios surcados por una rabiosa envidia.
Haciéndose cargo de su poder y magnetismo, tuvo la grandeza de ponerlos en función de los derechos de los trabajadores de la ciudad y el campo, de los discriminados, abonando caminos de justicia y equidad sociales. Con sus obras, su pensamiento y su creciente compromiso militante, María Eva Duarte de Perón se parió a sí misma como la Evita de los trabajadores, la Evita de los pobres, la Evita de los humildes. Y sigue siendo fuente de inspiración y vida para millones de argentinos y argentinas
A diferencia de otros actores menos favorecidos por la lealtad popular, la muerte de Evita no implicó el olvido sino la inmediata potenciación como mito de quien propulsó una nueva conciencia social, de la que habían carecido las mayorías marginadas: “Donde existe una necesidad nace un derecho”, sentenció Evita. El pueblo creyó en ella y la transformó en leyenda.
Desde pequeña había sufrido la pobreza y la injusticia. Una vez obtenido cierto éxito como actriz, su compromiso con Perón terminaría de torcer el destino de la patria, avanzando en el camino revolucionario que se había comenzado a abonar desde 1943. Pero faltaba Evita. ¿Cómo explicar el peronismo sin ella? Así, mientras Perón fue el estratega y el conductor, Evita fue la expresión de la sensibilidad y del afán de reivindicación de las mayorías postergadas. Fue el grito desgarrado, revulsivo, visceral del pueblo del que provenía y al que nunca estuvo dispuesta a abandonar. “Cuando elegí ser Evita –decía– sé que elegí el camino de mi pueblo. Sólo el pueblo me llama Evita.”
Aprendió política a través de la praxis, de la enseñanza y el ejemplo de su compañero y admirado maestro; también de la observación de la devastada y miserable Europa de posguerra que recorrió convertida en la Dama de la Esperanza. E ignoró la advertencia del futuro Juan XXIII: “Acuérdese que el camino de servicio a los pobres siempre termina en la Cruz”.
Mientras Perón garantizaba la inclusión social a través del trabajo, Evita integraba a los más débiles. Su Fundación construyó hogares para mujeres y niños sin techo, ciudades universitarias e infantiles y más de mil escuelas. Los niños pobres recibieron lujosos regalos y, a través de las competencias deportivas, accedieron a controles médicos y odontológicos. Los ancianos tuvieron asistencia, techo, comida digna, vestimenta y seguridad.
La Fundación construyó doce hospitales y un tren sanitario que brindaba sus servicios a lo largo del país. Los más débiles no eran ya abandonados o apilados en depósitos. La calidad y gratuidad de las prestaciones certificó que la hora de la igualdad había llegado.
También encabezó la reivindicación política femenina. En 1947 se aprobó el voto femenino y en 1951 las mujeres arribaron al Congreso. No fue un hecho aislado: de “nada valdría un movimiento femenino en un mundo sin justicia social”. Sólo el peronismo presentó candidatas. Para las mujeres de la oposición, la casa y la subordinación a sus maridos.
La postulación a la vicepresidencia por parte de la CGT y del Partido Peronista Femenino en 1952 motivó la inmediata reacción del Ejército y de las corporaciones oligárquicas. Un Perón preocupado en garantizar la unidad militar sólo habilitó la vía del “renunciamiento” (aquel 31 de agosto de 1952) como respuesta al clamor de más de dos millones de personas movilizadas en la Av. 9 de Julio. La división llegó de todos modos. Pocos días después, el general Menéndez fracasó en su intento golpista. Entonces, la Evita Capitana retornó y adquirió armas para los trabajadores y defender la revolución. Pero terminaron en poder del Ejército… Las armas y los obreros no iban de la mano en el reparto de atribuciones sociales imaginado por Perón.
La salud de Evita colapsó el 26 de septiembre de 1952. La herida abierta de la Argentina quedaba expuesta una vez más. La lealtad de las mayorías populares, expresada en marchas masivas y desgarradoras a lo largo de los 14 días de funerales, contrastó con los “viva el cáncer” de las pintadas de una oposición que reclamaba con hipocresía la “democracia” cuando en realidad sólo deseaba restablecer sus antiguos privilegios.
Tras la muerte de Evita, la declinación no se hizo esperar. Una vez desplazado Perón, los autodenominados “libertadores” abordaron la empresa de borrar todo rastro del paraíso plebeyo peronista: proscribieron al partido, prohibieron exhibir sus símbolos y mencionar a Perón y a Evita. Se apropiaron de los inmuebles de la Fundación y destruyeron todo aquello que recordara al odiado mito. Incuso el cuerpo de Evita. El golpista Rojas exigió excluir el cadáver de la vida política, y eso implicó su secuestro, múltiples violaciones y mutilaciones en un periplo que sólo concluyó con la última dictadura cívico-militar.
Fue en vano. Evita siguió viviendo “eterna en el alma de su pueblo” y creciendo en la memoria popular. En los años ’70, y ante las decisiones controvertidas de un anciano Perón, la izquierda nacional revolucionaria la convirtió en bandera de rebelión. Visceral e inconformista, salvaje y comprometida con los derechos y la dignidad de los humildes, Evita sigue siendo referente esencial del proyecto nacional y popular, concretando así su propia profecía: “Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
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