En 1959, Arturo Jauretche publicó, en la colección La Siringa de la inolvidable editorial Peña Lillo, el libro Política Nacional y Revisionismo Histórico.
A la luz de la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego y de las airadas reacciones que se suscitaron desde una aparentemente intocable autoridad académica que nos alerta sobre los peligros de una “intromisión” del Estado en la visión de la historia, la relectura del librito que Don Arturo publicara ilumina varios aspectos interesantes.
Desde el comienzo Jauretche advierte sobre la fuerte ligazón que une lo uno con lo otro: “La necesidad de vincular política e historia es además, en lo personal, producto de una experiencia. De mí sólo puedo decir que he integrado mi pensamiento nacional a través del revisionismo, al que llegué tarde. Sólo el conocimiento de la historia verdadera me ha permitido articular piezas que andaban dispersas y no formaban un todo. De tal manera pensar una política nacional, sobre todo ejecutarla, requiere conocimiento de la historia verdadera que es el objeto del revisionismo histórico por encima de las discrepancias ideológicas que dentro del panorama general puedan tener los revisionistas.”
En el capítulo “La falsificación como política de la historia”, Jauretche hace además hablar a Juan Bautista Alberdi, citándolo en el epígrafe: “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales, Mitre, Sarmiento y Cía., han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre sus batallas, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión, por el crimen de barbarie y caudillaje.” (Escritos póstumos)
A la actualidad de Jauretche se suma la del autor de El crimen de la guerra, que pensaba en la historia también desde la perspectiva de su valor político.
Las voces críticas que han salido a denostar al Instituto Dorrego y su afán de revitalizar el revisionismo hacen pensar en el intento de excomulgarlo por atentar contra el “alcorán” del que hablaba Alberdi. De lo que se trata precisamente es de construir colectivamente una suerte de autoconciencia compartida que impida el monopolio de la “verdad histórica” en manos de unos pocos.
En el mismo capítulo, Jauretche establece los profundos lazos entre la necesidad de revisar la historia fundada en el siglo XIX después de Caseros y Pavón: “No basta decir, por ejemplo, que los vencedores de Caseros y su más alta figura en la materia, Bartolomé Mitre, construyeron una historia falsa y que la desfiguración es el producto de la simple continuidad de una escuela histórica por ellos fundada. Una escuela histórica no puede organizar todo un mecanismo de la prensa, del libro, de la cátedra, de la escuela, de todos los medios de formación del pensamiento, simplemente obedeciendo al capricho del fundador. Tampoco puede reprimir y silenciar las contradicciones que se originan en su seno, y menos las versiones opuestas que surgen de los que demandan la revisión. Sería pueril creerlo y sobre todo antihistórico.
No es pues un problema de historiografía, sino de política: lo que se nos ha presentado como historia es en realidad una política de la historia, en que esta es sólo un instrumento de planes más vastos, destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional, que es la base necesaria de toda política de la Nación. Así pues, de la necesidad de un pensamiento político nacional ha surgido la necesidad de un revisionismo histórico.”
En el final del libro las conclusiones de Jauretche asombran por su vigencia en la actual etapa. Parecieran tan recientes y reafirman por ello la vigencia, no sólo del pensamiento del autor del Manual de zonceras argentinas, sino también la dramática resolución pendiente de nuestros grandes temas: “Estamos en uno de esos momentos históricos (escribe en 1959) y se trata de reanudar para seguir tejiendo, lo que para nuestra realidad americana y rioplatense empezó San Martín, y continuó la Confederación; y de cortar los hilos que empezaron a tejer los enemigos de San Martín y que vencida la Confederación, nos quitaron el destino de Patria Grande para reducirla a la idea casi municipal de un estado administrador y una economía, un pueblo, una política internacional y fuerzas armadas complementarias de otros intereses nacionales distintos y opuestos a los nuestros.
En definitiva, tener política nacional, o negarnos a nosotros mismos en una situación de dependencia social y cultural. Comprenderlo es imposible sin el conocimiento verdadero de la historia. Su conocimiento, es decir, su revisión, se hace imprescindible para reanudar aquellos hilos y darle al pensamiento nacional el sentido de Patria Grande al que va aparejada la posibilidad de ser efectivamente una Nación.”
Desde aquel año de 1959, muchas de las preocupaciones de Jauretche se confirmaron, con el desmantelamiento de nuestra autonomía, la funcionalidad de las fuerzas armadas a un proyecto opuesto a los intereses del pueblo y la profundización de las banderas de la revolución fusiladora del ’55. Hubo desmantelamiento del aparato productivo, deterioro social y un genocidio funcional al proyecto hegemónico que, como advirtiera Don Arturo, tenía en una “política de la historia” su fundamento cultural. No es casualidad que algunos voceros de esa hegemonía teman a la revisión por su enorme capacidad de generar los anticuerpos para que la mala política de la historia no se repita.
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