Leí el libro del periodista Ceferino Reato entre curiosa y escéptica, ¿de qué podría enterarme que no supiera ya?
Nada o casi nada de lo que Videla relata sobre la metodología de la represión durante la dictadura que encabezó era ignorado por los organismos de derechos humanos, por los jueces que intervinieron o intervienen en los juicios, o por cualquiera que haya estado atento a la revelación del horror.
Sin embargo, aunque sabía que fue el máximo responsable del asesinato de mi hijo, leerlo en su admisión fue como compartir con miles y miles de personas esa verdad. El asesino jefe, preso, les cuenta el plan que hizo ejecutar con total liviandad: “Pongamos que eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir”. Mil más, mil menos… ¿qué más da? A pesar de lo que pueda parecer, esta revelación que rebota en miles de conciencias duele más, no menos, pero para completar nuestra verdad, la de las víctimas, es invalorable la confesión del victimario.
En ella, sin remordimientos, describe por qué él y los que lo acompañaron no tuvieron escrúpulos en llevar adelante la metodología de la desaparición y el asesinato. Hoy todavía Videla, tal como lo hicieron Luciano Menéndez y Antonio Bussi durante sus procesos, sigue sosteniendo que todo cuanto ordenó era necesario para salvar a la República. “Nuestro objetivo (el 24 de marzo de 1976) era disciplinar a una sociedad anarquizada. Con respecto al peronismo, salir de una visión populista, demagógica; con relación a la economía, ir a una economía de mercado, liberal. Queríamos también disciplinar al sindicalismo y al capitalismo prebendario.”
Uno se pregunta por qué este hombre que no se arrepiente de nada, que no se siente culpable en absoluto, habla ahora. La decisión de hacerlo parece calculada, fríamente decidida. Creo que él la explica a su modo. Lo frustró la derrota, en las últimas elecciones presidenciales, del candidato Eduardo Duhalde, del que parece que esperaba una amnistía. Le inspiran rencor aquellos empresarios, ejecutivos, sindicalistas, funcionarios nacionales y provinciales, profesores y dirigentes políticos y estudiantiles que colaboraron en 1975 y 1976. La bronca lo invade porque ellos, que aportaron listas de “líderes sociales” y “subversivos” para que fueran detenidos, después, en la desgracia y el oprobio, lo abandonaron a su suerte en manos de la Justicia.
No lo explicita, pero Jorge Rafael Videla debe sentirse decepcionado también por sus amigos del otrora gobierno de Estados Unidos con los que compartió –con métodos aprendidos de la doctrina francesa en la lucha contra las guerrillas en Argelia, lo admite– la faena de proteger las “fronteras ideológicas” del país para contribuir en la lucha global contra el comunismo. De últimas, durante la Guerra de Malvinas, cuando se pusieron a prueba las lealtades, esos ingratos del Norte le dieron la espalda a su último sucesor, Leopoldo Galtieri, para auxiliar al enemigo, Inglaterra. Fueron desechados como aliados inservibles.
Videla admite un solo error de decisión: haber quebrado el orden institucional: “Las desapariciones se dan luego de los decretos del presidente interino Italo Luder, que nos dan licencia para matar. Desde el punto de vista estrictamente militar no necesitábamos el golpe”. Se duele de que el costo político que significó el final para las Fuerzas Armadas no expresa el más mínimo pesar por el sufrimiento de sus víctimas.
Aparece un hombre aferrado con tanta rigidez a sus antiguas convicciones, que parece insensible a los cambios operados en el mundo. Es un Videla que no admite la brutalidad e inutilidad de sus crímenes que ni siquiera rasguñaron al “socialismo real”, ese enemigo derrumbado no por el accionar de las dictaduras de Latinoamérica sino por su propia incapacidad de dar satisfacción a las necesidades de sus pueblos.
Se lo lee como un individuo detenido en el tiempo, que seguirá hasta el final insistiendo en considerarse “salvador de la Patria”, convencido de que “se jugó cuando ésta lo necesitó”. Tal vez se deje aprisionar por sus “certezas” para que éstas lo protejan de hundirse en el abismo de la locura.
Su desalmada confesión reitera algo que espero que los argentinos hayamos aprendido para siempre: el régimen político más inhumano es aquel que, no importa en nombre de qué ideología ni de a cuánto horror tenga que llegar, decide qué es lo que conviene al individuo, al grupo, al país y se lo impone a todos.
*Miembro del Club Político Argentino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario