martes, 14 de agosto de 2012

¡URGENTE, TÉRMINO MEDIO! Nota de opinión por Alberto Asseff *


Nuestra política es oscilante. Somos un país de vaivenes y zigzagueos. Por eso nos cuesta un Potosí elaborar y ejecutar Políticas de Estado.
En las décadas de los treinta y cuarenta soplaron vientos – acá y en el mundo – a favor del intervencionismo estatal. A horcajadas de la colosal crisis del año 30, ese avance estatal fue la medicina que tuvieron a mano los gobernantes de todos los lares. Claro está que en algunos países esa intervención estatal se adoptó como el mal menor y en otros como la virtud mayor. No es insignificante esta distinción conceptual. Roosevelt, en los EE.UU., volcó recursos para obras públicas como un modo de paliar la recesión, el desempleo y la parálisis, pero logrado el objetivo de removilizar la economía, el Estado se retiró prudentemente.
En nuestro país, Justo impulsó la irrupción estatal en varias áreas, desde los granos hasta la fabricación de aviones. Esta fábrica, ya venía desde los tiempos de Alvear. Es sugerente consignarlo para probar que en la Argentina la historia no comenzó ni en el 43 ni en el 2003, sino que viene de lejos. Para bien y para mal.
Superada la crisis de ese fatídico año 1930, en estas playas el estatismo siguió de largo. Galopó por todos los sectores y se aposentó en todas partes. A diferencia de casi todo el mundo, acá se asoció el crecimiento estatal con la soberanía. Soberanía ferrocarrilera, telefónica, de transporte urbano. Hasta de turismo social.
En 1953 el general Perón quiso producir un giro y promovió la apertura a la inversión privada, pero su tiempo, a la sazón, estaba agotándose. El golpe de 1955 buscó dar una vuelta de 180 grados, que continuaron Frondizi y más tarde Onganía y el llamado Proceso. Menem intentó en los noventa profundizar esos cambios hacia una economía más abierta, con mercado de capitales e inversiones y menos regulaciones. Lo hizo sin anestesia , sin sabiduría y sin transparencia..
Durante medio siglo – desde 1953 hasta 2001 -estuvimos buscando modernizar nuestra economía, introduciendo los conceptos e instrumentos de la libre iniciativa que tanta prosperidad generó en distintas regiones del planeta. Una de las más recientes evidencias la proporciona la apertura de Deng en China, en los setenta. Puso al país del Oriente en el podio mundial.
En ese lapso, acá ciertamente se produjeron contramarchas, pero la tendencia general fue hacia la liberalización de la actividad económica.
Fue, como saldo general, frustrante. Si se pide un motivo para ese fracaso global, sin vacilar cabe señalar a la corrupción como el principal factor tóxico. Corrupción de los ocupantes de los puestos estatales – políticos y no tanto -, pero con una vasta complicidad del sector privado, falazmente disfrazado de emprendedor. Porque en la Argentina ese espíritu, esa vocación emprendedora existe, pero insuficientemente. Es otro de los subdesarrollos que sufrimos. Otra razón se halla en que nunca se afrontó a fondo esa instrumentación reformista. Los objetivos sistemáticamente fueron confrontados por una extendida postura conservacionista vestida de ropaje cínicamente progresista o popular.
Así llegamos al nuevo viraje, el de 2003. Como el “mundo se derrumba” por el apogeo del privatismo- concepto equívoco y engañoso -, la Argentina, la más “viva” del planeta, gambetea la crisis volviendo al más arcaico estatismo, siempre en nombre de la soberanía.
La crisis que agobia a Europa y golpea a EE.UU., con rebotes en todo el orbe, no es prueba del fracaso de la iniciativa privada, sino que marca la ineludible necesidad de evitar los excesos del capitalismo, sobre todo financiero y la presencia más activa del Estado, al que no le es concedida la licencia de distraerse de su rol de control.
Esa presencia no es soberanía, sino sentido común. Si se producen exorbitaciones – por caso, el sistema financiero con una cartera hipotecaria desmadrada, plagada de insostenibles burbujas, como en España -, el Estado debe ingresar a la escena, no para hacerse cargo de las empresas y bancos, sino para reponer, por la vía regulatoria, el control y hasta el auxilio de recursos, la economía en orden.
Requerimos no un Estado estatista, sino regulador. Aprender a controlar bien es hoy por hoy aprender a gobernar. Pero esa asignatura no se dicta en ningún comité o unidad básica. Menos en las agrupaciones “militantes”. Apenas existe algún curso en la Universidad o en una ONG. Con escasos asistentes.
No es admisible que ahora, en otra mutación del rumbo, marchemos, a contramano de la sensatez, hacia las estatizaciones a diestra y siniestra. Nos desendeudamos – muy relativamente – hacia afuera, pero nos metemos en camisa de once varas adentro, llenándonos de cargas insoportables, como Aerolíneas o Fútbol para Todos, pasando por el neobanco de préstamos para el gobierno en lo que parece convertirse la ANSES, en detrimento de las expectativas de los jubilados.
Por favor, ¡urgente, el término medio! Ni estatismo ni Estado ausente. Buena regulación, mejor control, intervención estatal sutil y virtuosa para ayudar a la iniciativa privada, no para segarla o trabarla. Y también por favor, no mezclar a la soberanía en estos temas.
Soberanía es tener una economía que funcione, que estimule la actividad y el empleo, que depare prosperidad general y también es un Estado funcional, idóneo, dimensionado tal como lo necesitamos, desburocratizado en todo lo posible, absolutamente impermeable al aterrizaje de “militantes”, pero completamente abierto al mérito, la preparación y la capacidad. Con probidad, claro está. Tal cual lo establece la Constitución. Ni una palabra más.
*diputado nacional por Compromiso Federal Unir-Prov. de Bs.As.

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