La violencia ha sido una industria próspera en la Argentina. Hay demasiados datos a lo largo de la historia que confirman que la combinación de muerte y de odio, a menudo fogoneada por las ideologías, fue una forma de dirimir conflictos, de tratar de imponer un pensamiento, de anular al oponente, de hacer política. El mismo Vicente Massot, director del diario La Nueva Provincia, que acaba de reeditar su libro Matar y morir. La violencia política en la Argentina (1806-2011) , admitió que en los años setenta él era secretario de redacción de la revista de ultraderecha Cabildo y que no estaba precisamente en las filas de los moderados: en aquella época, destacó, “todos reivindicábamos la violencia” y “nadie creía en la democracia”.
¿Por qué hubo tanta sangre derramada por motivos políticos en nuestro país desde 1810? Massot dedica su libro a tratar de encontrar algunas respuestas e incluso en la flamante tercera edición de su obra le agrega un epílogo, “Las violencias desideologizadas”, como llama a las provocadas por la delincuencia. Pero son sus reflexiones sobre el uso de la violencia como una herramienta política las que generan mayor polémica, en especial cuando analiza la última dictadura militar: Massot critica “los errores y los horrores” cometidos por las Fuerzas Armadas, pero tiene una mirada comprensiva del golpe del 24 de marzo de 1976 y el hecho de que el Estado “termine adoptando métodos clandestinos” para entablar “una guerra contra el terrorismo”.
Profesor de historia en el doctorado de Ciencia Política de la UCA y ex viceministro de Defensa de Carlos Menem, este politólogo puede desconcertar a más de uno. Por un lado, es el que reconoce que empezó a confiar más en la democracia en la facultad, cuando dejó los “textos militantes” y comenzó a leer a Aristóteles, Hobbes y Marx; es el que considera que la tortura “es aberrante” y que la última dictadura “fue uno de los peores gobiernos que tuvo este país”.
Pero, por el otro, es el que reconoce vínculos muy estrechos con los militares carapintadas durante el alfonsinismo, que no cree que el fin justifique los medios, pero se pregunta si “alguien conoce una guerra en donde uno de los bandos haya decidido perder por no violar un derecho” y que, en ese mismo sentido, afirma: “El ser humano es peligroso porque tiene que moverse en una esfera en donde, para ganar, muchas veces tiene que utilizar métodos en teoría inaplicables”.
-En su libro usted sostiene que en la última dictadura hubo un triunfo militar contra el terrorismo, pero, al mismo tiempo, una derrota cultural. ¿Puede explicar esto?
-Los militares no entienden la naturaleza de la guerra de los años 70 y no se dan cuenta de que es básicamente cultural. Es un caso muy curioso, pocas veces visto en el mundo, en donde quien gana la contienda militar pierde la batalla por el relato, como se diría hoy. No es que haya perdido la guerra cultural porque, en definitiva, las izquierdas revolucionarias no ganaron, fueron derrotados aquí y después en el mundo. La naturaleza de la derrota que sufre el régimen militar es no poder sostener la batalla de la historia. Es decir, ¿qué es lo que se cuenta? ¿Cuál es la historia verdadera? La historia verdadera parece ser que los militares fueron el demonio. En circunstancias muy distintas pasa algo similar en el caso de unitarios y federales. Rosas triunfa durante 25 años hasta que es derrotado en Caseros, pero después la historia se vertebra sobre el eje de que él era el demonio que había que exorcizar.
-¿Pero en esta pérdida del relato no influye el hecho de que los militares usaron métodos aberrantes para combatir al terrorismo, de que la mayoría de la sociedad los rechaza porque secuestraron, hicieron desaparecer gente, torturaron, se apropiaron de bebes?
-Son aberrantes, pero eso entra dentro del terreno de la estrategia que se utilizó. Uno puede usar la estrategia más aberrante y, sin embargo, imponer su relato. ¿Qué cosa hubo, en términos de un régimen terrorista, con mayor éxito, más extendido en el tiempo, que el stalinismo? Sin embargo, impuso sus criterios en 1945 y fue defendido por buena parte de la intelectualidad occidental hasta después de la muerte de Stalin.
-¿Esto equivale a ni siquiera reconocer errores de los militares?
- Sin duda que hubo errores y horrores. En el capítulo referido a ese tema en el libro se dice que eso es lo que sucede en una guerra civil y sucia: el enemigo siempre es criminal. Y que esos errores y horrores son una particularidad de toda guerra civil y sucia. Eso no es un exceso de los argentinos: es la regla, no es la excepción. En general, cuando hay guerras ideológicas, irregulares, civiles y sucias, el Estado termina adoptando métodos clandestinos, sobre todo en países con instituciones muy débiles.
-Alguno puede pensar que usted cree que el fin justifica los medios?
-No es que el fin justifica los medios. En política nadie va a decir que el fin justifica los medios, pero en general todos creen que tienen derecho a hacer una excepción. ¿Alguien conoce una guerra en donde uno de los bandos en lucha haya decidido perder por no violar un derecho? ¡Que me expliquen un solo caso en la historia! No existe. Ahora, ¿el fin justifica los medios? No, pero estamos en el deber ser. Cuando Churchill y Harris deciden aterrorizar a Alemania y destruir ciudades enteras con bombas de fósforo que no tenían ningún interés estratégico, ¿eso es o no es utilizar cualquier método? ¿Por eso diríamos que Churchill es malo? No creo en la neutralidad, sino en la seriedad. Cuando Truman decide tirar la bomba en Japón, ¿Nagasaki e Hiroshima tenían una importancia estratégica? Esto no intenta justificar a uno u otro. El ser humano es peligroso. Y tiene que moverse en una esfera en términos políticos en donde, para ganar, muchas veces hay que utilizar métodos en teoría inaplicables. Nadie va a enunciar que el fin justifica los medios. En general, todos en algún momento lo hacen.
-Cuesta aceptar que el ejército sanmartiniano se haya transformado en una fuerza irregular como el enemigo, desde el Estado y al margen de la ley.
-El tema es que las guerras se han hecho mucho más crueles porque se han ideologizado. San Martín no apela a métodos terroristas, sí en cambio Bolívar. Los casos de lo que sucede en las luchas por la independencia y en los virreinatos de Perú hacia el Norte no tiene nada que ver con lo que sucedió de Perú hacia el Sur. Ahora, la violencia del mundo contemporáneo llega a topes tremendos justamente porque está asentada en una ideología, y cuando una ideología es redentora son religiones laicas que se arrogan el derecho de transformar la historia en una lucha entre réprobos y elegidos, ángeles y demonios?Y bueno, llegás a límites escalofriantes.
-¿Por qué en la Argentina, a diferencia de otros países, cuesta tanto superar los odios vinculados con la violencia política? ¿Quizá porque todavía no se hizo justicia?
-No diría que es por la falta de justicia. Tampoco sé si lo que se está aplicando se puede llamar justicia: hay una asimetría grosera entre el olvido respecto de unos crímenes y la presencia de otros a la hora de juzgar conforme un criterio que solamente existe en la Argentina, la idea de que hay unos crímenes que son de lesa humanidad y otros que no lo son. Si uno hace una comparación con otros países de la América española, donde hubo guerras civiles similares, la dimensión, la crudeza, que hubo en la Argentina fue mucho mayor y, por lo tanto, los odios siguen todavía a flor de piel. Aquí hay todavía una guerra civil intelectual, es muy difícil entablar una discusión histórica sin odios.
-Al escribir su nombre en Google, aparecen cosas tremendas. En muchos sitios lo consideran un exponente de la derecha más recalcitrante. ¿Siente orgullo, vergüenza?
-No, vergüenza no. Orgullo tampoco porque esas acusaciones han sido levantadas por aquellos que no entienden que la guerra civil de la Argentina, la de los años 70 se terminó. Invito a que alguien encuentre en mis libros un adjetivo calificativo. No me interesa levantar patíbulos, fulminar condenas, decir quién tenía o a quién le faltaba la razón. Tengo mis ideas políticas, pero, en términos del ensayo histórico, nunca nadie podrá decir que he sido un fanático, un dogmático o que transparento una ideología.
-Muchos recuerdan cuando tuvo que dejar el viceministerio de Defensa, durante el gobierno de Carlos Menem, por haber reivindicado la tortura.
-No, eso es un invento de Página 12. Yo dejé el cargo porque se suscitó un problema con los ascensos de Rolón y Pernías, alguien tenía que asumir la responsabilidad y yo le dije al doctor Camilión que dispusiese de mi cargo. Días después me hacen un reportaje en Página 12, en donde lo que había dicho no era lo que apareció, y mucho menos el título. Por supuesto mandé una carta que nunca me publicaron, corrió como reguero de pólvora y eso quedó en alguna gente que, básicamente, lo repite desde la izquierda.
-¿No reivindica la tortura?
-No, por supuesto que no. Es aberrante, nadie puede justificarla. Sería un disparate reivindicarla. Hasta sería una torpeza decirlo, aun cuando creyese que es válida.
-Sí reconocerá que tuvo vínculos muy fuertes con los carapintadas?
-Tuve, sin duda, un vínculo muy estrecho. En general tuve mucha más relación con la gente de Rico que con la de Seineldín.
-Otro punto polémico, porque protagonizaron asonadas con intenciones golpistas.
-Bueno? habría mucho que decir. Ciertamente fue una insurrección contra el jefe del Estado Mayor de ese momento?
-Es decir, contra el comandante en jefe, que es el presidente de la Nación?
-Sí? (medita unos segundos). Pero nadie quería voltear al gobierno de Alfonsín. A nadie se le pasó por la cabeza tamaña osadía. Sí pretendían imponer una conducción que remediase un tema que clamaba el cielo: Ríos Ereñú, que era el jefe del Estado Mayor del Ejército, que había tenido participación activa en el Operativo Independencia era impoluto y se estaba juzgando a tenientes primeros? Un disparate. Al radicalismo se le avisó de mil maneras distintas que esa situación iba a explotar; hicieron oídos sordos y sucedió lo que era lógico que sucediese: un día alguien dijo “no me presento” [ante la Justicia].
-Hay otra parte controvertida de su historia: la revista Cabildo.
-En 1972 fui el primer secretario de redacción de Cabildo . Estuve hasta 1975. Yo tenía entonces 18 años y mi militancia en el nacionalismo católico nos llevaba a abrazar ideas muy opuestas, pero, en términos de la reivindicación de determinados tipos de violencia tan acusadas como las de la izquierda revolucionaria, forma parte de mi pasado. Nadie puede excusarse y decir: “Yo nunca reivindiqué la violencia”. Al contrario, todos la reivindicábamos. Ahora, había una diferencia entre reivindicarla y pegarle un tiro en la cabeza a un enemigo. Cabildo era beligerante, pero nadie formaba parte de un ejército clandestino que reivindicaba el derecho a matar a un enemigo por no pensar lo mismo.
-Era una revista de contenido antisemita: alertaba sobre la conspiración judía mundial o la complicidad del judaísmo con el comunismo, por ejemplo.
-Se reivindicaban muchas cosas, obviamente. Era una revista absolutamente militante? No era pluralista. Había opiniones de todo tipo, tamaño y color.
-Pero tampoco creaban un clima de tolerancia, sino todo lo contrario?
-No, a la democracia no eran favorables, por supuesto. Hay artículos con los cuales hoy no coincido para nada. Pasaron 40 años, pero todas las revistas políticas de la época, como Cabildo , El Descamisado , El Caudillo , Militancia , tenían un común denominador: nadie creía en la democracia. Nadie hacía referencia a las instituciones de la República. La idea es que había una guerra.
-¿Y usted cuándo empezó a confiar más en la democracia?
-No recuerdo? Diría que años después, cuando dejé los textos militantes y me dediqué con más ahínco y seriedad a estudiar textos para la cátedra a la cual entré en la UCA, en 1978, de historia de las ideas políticas. Las lecturas militantes no servían para nada y había que meterse con Aristóteles, Hobbes, Marx. Al estudiar esos temas me di cuenta de las barbaridades que reivindicábamos. Lo que hacíamos era militar, no pensar.
-¿Le molesta que lo llamen “facho”?
-No, porque la acusación viene como un insulto. Y el que insulta no piensa. Si alguien me dijera: “Usted es un representante del pensamiento fascista o nacionalista”, y me lo explicara y yo creyera que tiene razón, diría: “Bueno”? Pero cuando a uno lo insultan y le ponen una etiqueta, ni me va ni me viene. Es tan ridículo pensar que en el tercer milenio uno puede ser fascista.
-¿Está seguro de que no existen hoy formas del fascismo?
-Es una discusión demasiado larga. Hay distintas formas de marxismo. Ahora, fascismo, salvo células? eso se acabó. Claro, si el fascismo es la defensa del capitalismo, como dicen algunos marxistas, o la defensa de determinados países en determinadas circunstancias, está bien? Ahí entramos en el camino del fascismo como argumento descalificador de la izquierda a cualquiera que no piensa como él. Me pueden decir lo que quieran. Creo en determinados valores asociados con una tradición, con un pensamiento conservador. Mi personaje preferido de la historia es el príncipe de Bismarck, no es Benito Mussolini.
-A partir de la derrota cultural de la dictadura de la que hablamos, debe de ser difícil para usted salir a la calle y formar parte de una minoría tan políticamente incorrecta?
-Los únicos interesados en seguir esta discusión son cenáculos minoritarios, muy ruidosos, con muchos medios, que generalmente reivindican la lucha armada y las organizaciones socialistas de los años 70. Fuera de eso, la Argentina tiene demasiados problemas para seguir discutiendo eso. No soy un abanderado del Proceso. Fue uno de los peores gobiernos que tuvo este país. Es más: la responsabilidad de la decadencia argentina es de la sociedad, pero si uno tuviera que marcar hitos de esa decadencia, aquellos que tuvieron más poder son mucho más culpables. ¡Cómo voy a comparar la responsabilidad del Proceso, que tuvo derecho a la vida y muerte de las personas, con la de José María Guido o la de Arturo Illia! El Proceso fue una catástrofe desde el punto de vista político. No tengo por qué defenderlo.